A partir de noviembre reciente, la gran mayoría de las obras, programas y acciones de los Gobiernos federal y estatal se encuadra en el llamado Plan Michoacán por la Paz y la Justicia que engloba lo ya presupuestado para este año y parte del que viene, con agregados extraordinarios.
Cierto, ese plan no es la panacea, pero si logra compactar y darle forma más visible, con mayor énfasis, al actuar de ambas instancias gubernamentales, con recursos públicos debidamente etiquetados, donde no hay -no ha habido, hasta el momento-, la dispersipon anárquica de los mismos.
Todo lo anterior en sí es un avance que no hubiera sido posible sino se hubiera dado el más que lamentable caso de la muerte del alcalde de Uruapan y líder del Movimiento del Sombrero, cuyos avances del esclarecimiento total de la misma siguen pendiendo de un hilo, sigue pendiente el carpetazo.
Como secuelas del suceso, de una serie de manifestaciones, incluyendo disturbios, como la increíble toma del Palacio de Gobierno de la entidad, en aras de su diludación, dígamos, se apresuraron las investigaciones y hubo avances a zancadillas que lograron apaciguar en parte los gritos de justicia.
Y, a la par, de manera apresurada, tratando de ser congruente con el discurso de enfrentar la violencia también combatiendo el rezago social, no solo de manera coercitiva, el Gobierno de México creó e impuso de un manotazo el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, que incluye ambas premisas.
Sin embargo, a más de un mes de la puesta en marcha del citado plan, se reportan logros en las diversas áreas gubernamentales en su nombre y ahí va, con los asegunes expresados, cotoneándose con hechos como la muerte del petista Agustín Solorio y la explosión del coche bomba en Coahuayana.